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Llevo tiempo queriendo denunciar una situación de la que, cada vez con más frecuencia, soy lamentablemente testigo. Un panorama jurídico que, desde mi humilde opinión, desacredita nuestro sistema de justicia: la ineficacia del Estado para luchar contra el crimen y poder meter entre rejas a los más peligrosos delincuentes sin la inestimable colaboración de los ciudadanos.

A finales de 1994, el Parlamento Español aprobó una Ley (LO 19/1994, de 23 de diciembre, de protección a testigos y peritos en causas criminales) que jamás supuso algo más que la materialización de lo acertadamente ideado para que incautos ciudadanos se decidieran a ayudar, en el más amplio sentido de la palabra, a los responsables de hacer frente a la criminalidad.

Poco le importó entonces al Gobierno (jamás se llevó a cabo el anunciado desarrollo de la Ley para que la protección de estos testigos fuese efectiva) y menos le debe importar en la actualidad (si no se hizo entonces, para qué se va a hacer ahora que estamos en crisis) que estos “ayudantes” de la justicia se convirtiesen en verdaderas dianas humanas, poniendo en peligro sus vidas.

El deber constitucional de colaboración con la justicia de aquellos que hayan sido testigos de un hecho delictivo que, con indudable tino, se “deja caer” en la exposición de motivos de la meritada Ley, ha llevado a la mayoría, sino a todos, de los que se dejaron “engatusar” con promesas y más promesas a, llegado el momento, y desde aquel todos y cada uno de los días de su vida, maldecir aquel en que decidieron colaborar con esa justicia que a posteriori se olvidó de ellos.

Fueron testigos, ayudaron a detener y encarcelar a numerosos delincuentes, pero jamás fueron protegidos como se les prometió. Desde los más célebres por antigüedad, de los cuales asombrosamente los que nos solemos mover por los tribunales de injusticia conocemos su vida y milagros, a pesar de estar “protegidos”, hasta la actual multitud de mujeres inmigrantes presas de redes que venden su vida por un permiso de residencia de un año (y nada más), pueden constatar no sólo la incapacidad del Estado de luchar, como apuntaba, contra la criminalidad organizada (y no tan organizada) sino y sobre todo la completa ineficacia y desidia vertida a la hora de proteger la vida de estas personas o, dicho de otra manera, en cumplir la Ley de protección a testigos y peritos en causas criminales. Testigos que, en su mayoría, se juegan la vida ayudando a las autoridades a detener a aquellos individuos que infringen la Ley; sin embargo ¿no incumplen la Ley estas autoridades a la hora de protegerlos?

En primer lugar, el testigo al que se supone se le ha asignado un número para evitar utilizar su nombre, se puede y se suele encontrar con el acusado en el pasillo del juzgado o tribunal (a pesar de tener que estar en sala aparte), ya que muchos juzgados ni siquiera cuentan con este apartado. En segundo lugar, y ya dentro de la sala, si el acusado hubiese mantenido en alguna ocasión una conversación con el testigo que ha declarado contra él (lo más probable) lo va a identificar por la voz en el mismo instante en que comience a hablar, por muy opaca que sea la mampara (no existe o no se utiliza jamás artilugio alguno que distorsione la voz). En segundo lugar, y sólo para el caso en que el juez estime que el testigo se encuentra en una situación de riesgo grave y decrete medidas de protección fuera de las dependencias judiciales, estas han de ser coordinadas con Interior y la mayoría de las veces, sino todas, llegan muy tarde o no llegan nunca. En tercer lugar, si hay cambio de identidad (casos muy extremos) este conlleva múltiples perjuicios, sobre todo en lo referente a encontrar nuevo trabajo pues probablemente no se dota al nuevo ciudadano de una ficticia (también) trayectoria profesional (por supuesto en casos de inmigrantes, España no tiene potestad de cambio de identidad, por lo tanto el testigo extranjero se sigue llamando igual). Si se decretan ayudas económicas, suelen llegar muy tarde y, en cualquier caso, son insuficientes.

En definitiva, el denominado testigo protegido se va a encontrar con una desprotección absoluta por parte de esas autoridades que prometieron protegerle si declaraba ayudando a la justicia, indefenso, atemorizado y arrepintiéndose de haberlo hecho. Y Ello, ni le beneficia a él, ni beneficia a un país que cada vez va a contar con menos personas dispuesta a colaborar en la persecución de los delitos.

Si el Estado no cuenta, hoy por hoy, con fondos con los que poder coordinar las actuaciones de protección contenidas en la LO 19/1994 convirtiéndola, de una vez por todas, en una realidad ¿no debería renunciar a esa colaboración y no incitar con promesas que, se sabe, van a ser incumplidas, realizadas a cada vez más ciudadanos que, caso de aceptar confiados en la justicia, se están colocando, sin saberlo, en el punto de mira de aquellos a los que apuntan con el dedo?. A unos no les dará tiempo ni a arrepentirse, otros aprenderán a convivir con el miedo y alguno, sencillamente, se perderá en los delirios persecutorios que algún psiquiatra diagnosticará desconociendo que, ciertamente, a la vuelta de la esquina de la consulta, algún día, un sicario estará aguardando a que el “paciente loco” baje para acabar con sus delirios.

Tema distinto y alejado de la esencia de lo anteriormente expuesto pero habitualmente confundido con ello es, sin duda, el referente a aquellos individuos mal llamados “arrepentidos” que estando implicados en el delito y sin ánimo alguno de “ayudar”, se dedican, una y otra vez, a “delatar” a sus compañeros de crimen con el único fin de obtener beneficios penitenciarios, pues ni están arrepentidos de sus actos (en puridad no es lo que las autoridades buscan) ni pretenden otra cosa que, ante una condena segura, intentar rebajarla señalando con el dedo a su compañero de crimen. De hecho, la gran mayoría de las veces el denominado arrepentido “canta”, como vulgarmente se dice, cuando ya se sigue el procedimiento penal contra él y no antes. Es decir, no se “arrepiente” hasta que no se ve, también como vulgarmente se dice, “con los huesos en la cárcel”.

La mayoría de los ordenamientos jurídicos utilizan esta herramienta político criminal, denominada “Derecho penal premial” constituida por aquellas normas de atenuación o incluso, en ocasiones, de remisión de la pena, orientadas a premiar la colaboración con la justicia de los coimputados implicados en un delito. En nuestro ordenamiento se encuentran disposiciones premiales tanto en el marco del Derecho penal sustantivo, como el marco del proceso penal, e incluso en el ámbito penitenciario, y cuya finalidad es clara: evitar futuros delitos y facilitar el esclarecimiento de los ya cometidos. Por tanto, desde el punto de vista político criminal, son razones de pragmatismo las que avalan estas normas. Sin embargo, y aún así, las instituciones premiales no están exentas de críticas, dando paso a ese constante debate político criminal en torno a la figura del colaborador de la justicia. Debate político criminal que se remonta a tiempos pretéritos, tiempos en los que los juristas de la ilustración ya se pronunciaron al respecto, después de analizar los beneficios y los inconvenientes de esta figura. En este sentido, son de obligada referencia las reflexiones de Beccaria recogidas en “De Los Delitos y Las Penas” en contra de premiar la delación con beneficios penales y ello porque, como decía Benthan, paradigma del pensamiento anglosajón, y aún siendo partidario con restricciones de premiar al delator “entre muchos criminales, el más malo, no sólo quedará sin castigo, sino que podrá ser también recompensado”. Se ha llegado, incluso, a afirmar por la mejor doctrina científica que la legislación y la práctica que consagra esta técnica de utilización de “arrepentidos” supone la “barbarización” del sistema procesal penal y la definitiva caída de sus valores. Así, el que fue Presidente del Tribunal Supremo, D. Cirilo Álvarez Martínez, afirmaba, con ocasión de comentar el Código penal de 1848, que “el premio de una delación propuesta en las mismas leyes tiene siempre mucho de repugnante e inmoral. El culpable que para salvar su responsabilidad vende a sus compañeros de crimen comete, por lo menos, una infamia que pudiera haberse evitado desistiendo de sus proyectos en presencia de sus compañeros y amenazándoles con revelar sus planes a la autoridad. Con esto sólo bastaría para su objeto, y el que hace algo más no merece ninguna consideración ante la justicia. ¿Quién sabe si el que delata a sus compañeros fue el autor del proyecto criminal, el que primero lo concibió, el que después les instó y el que los comprometió a cometerlo? Razones de orden muy elevado, motivos de gran interés público pueden aconsejar al legislador en algún caso el premio de esta conducta inmoral de parte de uno de los culpables. Pero nos repugna que la conveniencia pública pueda ser superior, en la balanza de la ley, al interés de la moral y de la justicia». Pero, sin duda, como apuntaba, nada tiene que ver, desde el punto de vista de la naturaleza de la mencionada Ley, el testigo protegido con el coimputado “arrepentido” que busca beneficiarse de la justicia señalando a su compañero, a pesar de que en muchas ocasiones este último se convierta en una híbrida figura entre imputado y testigo que, sin duda, también requiere de esa protección no dispensada, independientemente de la veracidad de su arrepentimiento, pues igual peligro corre pues igual colaboración ha prestado. Lo que no merece (salvo contadas excepciones) es un premio.

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