“Querido Jefe, desde hace días oigo que la Policía me ha capturado, pero en realidad todavía no me han encontrado. No soporto cierto tipo de mujeres y no dejaré de destriparlas hasta que haya terminado con ellas. El último es un magnífico trabajo, a la dama en cuestión no le dio tiempo a gritar. Me gusta mi trabajo y estoy ansioso de empezar de nuevo, pronto tendrá noticias mías y de mi gracioso jueguecito. Fdo. Jack el Destripador”.
Jamás lo lograron; su identidad se esfumó junto con la vida de su última víctima, Mary Kelly, el 9 de noviembre de 1888. Pero sí permitió el que, quizá, haya ostentado el título del “más famoso” de entre los “asesinos en serie” que la historia ha tenido el mal gusto de ofrecernos, que los que, de alguna manera, nos hemos interesado por acercarnos a las profundidades de su alma y de su mente, pudiésemos medianamente comprenderlas, en el sentido literal de la palabra. Jack nos regaló, en cada uno de sus cinco crímenes (oficiales), un pedazo de su “yo” al tiempo que se esforzaba en decirnos lo que un siglo después tuvo a bien traducir el agente del BFI John Douglas: “si quieres comprender al artista, contempla su obra”.
Y esto es, precisamente, lo que hizo el primer perfilador de la historia del que se tiene noticia, el Dr. Thomas Bond, cuando asesorando a la embrionaria policía del Londres de 1880, dedujo (que no indujo) lo siguiente: “El asesino debe haber sido un hombre de gran fuerza física, con una gran determinación y frialdad de ánimo. No hay evidencia de que tuviera un cómplice. En mi opinión, debe ser un hombre sometido a ataques periódicos de manía homicida y sexual. Las características de la mutilación indican que el asesino presenta la condición conocida como satiriasis (exageración morbosa de la apetencia sexual en el hombre). Es posible, desde luego, que el impulso homicida pueda haberse desarrollado como consecuencia de un deseo de venganza o de una mente siniestra, o bien que proceda de una manía religiosa, pero no creo probable ninguna de esas dos hipótesis. En su aspecto externo, el asesino parecerá un tipo inofensivo, bien vestido, probablemente de mediana edad. Pienso que adoptó el hábito de llevar una capa o un abrigo con el que poder disimular las manchas de sangre que indudablemente debían de haber salpicado sus manos o ropas. Asumiendo que el asesino coincida con la descripción que he realizado, se trataría de alguien excéntrico y solitario, sin una ocupación regular, pero con una pensión o renta económica que le pueda mantener. Posiblemente viva entre personas respetables que pueden pensar, ocasionalmente, que hay algo raro en su estado mental”.
Si junto a esta aproximación psicológica, se hubiese contado, entonces, con técnicas biológicas, físicas y químicas que hubiesen permitido el hallazgo de rastros o vestigios materiales, posiblemente hoy conoceríamos la identidad de Jack el Destripador. Pero no había nacido en 1888 la ciencia forense (estaba a punto de hacerlo), compañera inseparable de la psicología y de la psiquiatría en la elaboración de lo que hoy llamamos perfiles criminológicos, en perfecta “consiliencia” (entendida ésta como la unión de conocimientos y explicaciones de las distintas disciplinas que integran la ciencia de la Criminología para lograr una marco unificado de entendimiento).
Partiendo de esta premisa, se elabora el perfil criminológico (también llamado perfil criminal, si bien esta última nomenclatura limita en cierta manera el objeto de estudio), consistente en una estimación acerca de los aspectos psicosociales de un delincuente desconocido con base en un análisis psicológico y forense de su crímenes, con el fin de identificar un tipo de persona (no una persona en particular) para orientar la investigación y su captura. En su obra “Profiling violent Crimes” (2002), Holmes, R. y Holmes, S. describen la técnica del perfil como un “intento elaborado de proporcionar a los equipos de investigación la información específica en torno al tipo de individuo que ha cometido un cierto crimen”. Para ello, el perfilador debe analizar, con detalle, no sólo la evidencia física mostrada en la escena del crimen proporcionada por los especialistas forenses, sino también a la víctima o conjunto de víctimas (lo que se denomina perfil victimológico o victimología), así como el conjunto de características que ofrezca el lugar donde se ha cometido el crimen o crímenes (perfil geográfico), para a continuación centrarse en los caracteres de la escena o escenas del crimen en su conjunto, como elementos que evidencian los rasgos de comportamiento del autor.
De esta manera, se podrá determinar, en primer lugar, el modus operandi o modo en que se ha llevado a cabo un crimen; esto es, según Turvey, “elecciones y conductas por las que el delincuente pretende consumar un delito”, las cuales presentan una clara naturaleza funcional (a saber, proteger su identidad, consumar con éxito el crimen y facilitar su huída o impunidad). Y, en segundo lugar, la firma del delincuente o su razón última, evidenciada en todos aquellos actos llevados a cabo por el delincuente que no son necesarios para cometer el delito pero que denotan esa razón psicológica que permanece, a pesar de que dichas conductas expresivas puedan evolucionar, al igual que suele evolucionar el modus operandi, siendo el mayor desafío para el perfilador distinguir entre las conductas del modus operandi y las conductas de la firma.
Jhon Douglas es el que, quizá, nos haya ofrecido la conceptuación más completa acerca de lo qué es una perfilación criminológica). Según él, se trata de “una reconstrucción del comportamiento de un sujeto desconocido a partir del análisis de las pruebas de la escena de un crimen, de la autopsia, de las fotografías del lugar del crimen y de los informes preliminares que realiza la policía. También es muy importante el análisis detallado de la víctima. Posteriormente se contrasta toda esa información. De esta manera, se intenta hacer un diagnóstico de cada caso particular: qué es lo que motiva al criminal y qué persona pudo haber cometido ese tipo de crimen. Un perfilador se basa mucho en su experiencia con los casos en los que ha trabajado y en las entrevistas que ha hecho a lo largo de los años. Y no todos los perfiladores son iguales, no se forman de la misma manera. Los hay buenos y los hay mejores”.
El cómo de la acción criminal, su forma de desarrollarse, es, como apuntaba, lo que denominamos modus operandi. Ahora bien, si lo que pretendemos es conocer el porqué de un “depredador humano”, debemos intentar comprender sus motivaciones, sus pulsiones internas, y digo comprender y no entender, toda vez que comprender es aprehender psicológicamente y entender significa tender hacia lo mismo. Cuando se investiga una acción criminal, descifrar el característico y singular modo de actuar del autor/es, su discurso mental, sus motivaciones y deseos, nos acerca a la respuesta de los viejos dilemas en torno al crimen: quién, cómo, cuándo, dónde y por qué. Analizando de forma minuciosa la escena, los investigadores pueden reconocer el impecable trabajo de un profesional, la chapuza del delincuente común, las distracciones del principiante, o las manipulaciones voluntarias de la escena tendentes a confundir a los investigadores.
La perfilación criminal nació frente a la necesidad de encontrar fórmulas que permitieran poder detectar, localizar y finalmente detener a los depredadores humanos, ya que su “aparente” ausencia de móviles convierten la investigación en una tarea muy compleja. Hoy en día, esta superado en parte, el popular modelo del perfil iniciado por el agente Howard Teten en 1970, al que enseguida se unió el agente Pat Mullany, configurando ambos el primigenio equipo del FBI encargado de elaborar perfiles, al que paulatinamente se fueron incorporando nombres tan conocidos en el arte del profiling (de momento, me conformo con situarlo entre la ciencia y el arte) como Robert K. Ressler (hay consenso en situar el inicio del profiling aplicado a la captura de David Meirhofer tras el secuestro y asesinato de la niña Susan Jaeger en 1973, a pesar de lo acertado que estuvo el doctor Brussel en su aproximación psicológica respecto del “loco de las bombas” en 1957, o respecto del “estrangulador de Bostón” en 1964, con independencia de no haber sido juzgado por los crímenes que confesó aquel que encajó a la perfección en el perfil elaborado por Brussel). Y ello, porque el método inductivo característico de la perfilación del FBI, basado en las comparaciones con promedios estadísticos o tipologías extraídas de los estudios previos (VICAP y similares) debe ser secundario a la correcta interpretación de lo que la escena del crimen muestra, tal y como sugiere el método deductivo. En todo caso, es la combinación de ambos métodos (inductivo y deductivo) lo que conducirá al perfilador versado en casuística (para inducir) y con habilidades y experiencia criminológica de observación y análisis, o dicho de una manera más profana: con “habilidad para interpretar historias personales” (para deducir) a la correcta elaboración de un perfil coincidente con las características psicosociales de un criminal desconocido. Todo ello, sin olvidar que la criminología, como ciencia multidisciplinar que analiza el comportamiento humano, es incapaz de elaborar leyes de validez universal, de manera que nadie se llame a engaños: nunca podremos realizar afirmaciones con carácter generalista, pues la realidad y la casuística se nos muestra mucho más compleja y variopinta que cualquier análisis científico del comportamiento humano; siempre habrá casos que escapen a toda perfilación y rompan los moldes clásicos del comportamiento criminal y de las predicciones criminológicas. “Yo los maté. Odio la vida humana y lo haría de nuevo” Aileen Wuornos (asesina múltiple).